miércoles, 30 de marzo de 2011

Lecturas para el TP del 20/04/11

De las ficciones teóricas a las teorías:
 Borges, Jorge Luis. “El Aleph”
 Saer, Juan José. “Recuerdos” (La Mayor)

Antología de fragmentos críticos para TP del 13/04/11

- Antología de fragmentos críticos [En fotocopiadora]:
- Rest, Jaime. Fragmentos de “Para una estilística del arrabal”. Ensayos sobre literatura y cultura nacional. Bahía Blanca: 17 grises editora, 2010: 144-148.
- Williams, Raymond. “D. H. Lawrence”. Solos en la ciudad. La novela inglesa de Dickens a D. H. Lawrence. Madrid: Debate, 1997: 204-205.
- Pastormerlo, Sergio. “Don Segundo sombra: Un campo sin cangrejales”. Orbis Tertius 2/3, La Plata, Centro de Teoría y crítica literaria, FAHCE, 1996: 89-99. Selección:89; 97.
- Gramuglio, María Teresa. ”La construcción de la imagen”. La escritura argentina. Buenos Aires, Grijalbo.
- Casanova “Introducción” a La república mundial de las Letras. Barcelona: Anagrama, 2001.

Selección de fragmentos teóricos para los TP (2011)

Reflexiones diversas en torno a ¿Qué es la literatura?
El concepto “literatura” - Portal educativo del Estado (www.educ.ar)
¿Alguna vez la enseñanza de la literatura se preguntó por su objeto?
Digamos que, mientras la literatura que se leía en la escuela estaba exigida por las políticas y los conflictos culturales que trajo aparejada la inmigración de principios del siglo XIX, la pregunta no era necesaria. La pregunta, entonces, estaba demás, en la medida en que lo seleccionado, el recorte, concebido como un todo, se ajustaba a una concepción de la literatura construida alrededor de la norma culta. Esa pregunta recién se formulará en las aulas en la década de 1960 y se plasmará como crítica, promoviendo una impostergable revisión del objeto, a fines del siglo XX.
Roman Jakobson. “Lingüística y poética”, en Ensayos de lingüística general. Barcelona: Seix Barral, 1975.
El fin (Einstellung) del mensaje en tanto tal, el acento que se pone sobre el mensaje por su propia cuenta es lo que caracteriza la funcón poética del lenguaje. Esta función no puede estudiarse con provecho si se pierden de vista los problemas generales del lenguaje, y, por otro lado, un análisis minucioso del lenguaje exige que se tome muy en cuenta la función poética. Todo intento de limitar la función poética a la poesía, o de confinar la poesía a la función poética, no llevará más que a una simplificación excesiva y engañosa. La función poética no es la única función del arte del lenguaje, no es más que la función dominante, determinante, mientras que en las demás actividades verbales no juega más que un papel secundario, accesorio.
Jonathan Culler. “La literaturidad”. Teoría literaria. México: Siglo XXI, 1993.
En nuestras relaciones cotidianas, a veces decidimos muy apresuradamente que los detalles y las digresiones del relato que alguien nos hace no son pertinentes y que nuestro interlocutor viola el principio de cooperatividad. Pero en literatura, este principio está “hiperprotegido”, en el sentido de que presuponemos la pertinencia y el valor de los momentos oscuros, aberrantes y digresivos. Cuando el relato literario parece que no obedece a las reglas de la comunicación eficaz, es que está al servicio de una comunicación diferente e indirecta. Habría que acumular una inmensa suma de incomprensiones y de frustraciones frente a un texto para hacernos decidir que no hay gestión de comunicación cooperativa, pues en literatura hasta la impertinencia de los detalles puede ser un componente significativo del arte. En suma, lo que distingue a Muerte en Venecia del relato de la muerte de un tío que haría un amigo es sobre todo que tenemos buenas razones para suponer que el primer relato será rico, complejo, “valdrá la pena” escucharlo o leerlo, tendrá una unidad y demás propiedades de la literaturidad…

Roland Barthes. S/Z. México: Siglo veintiuno editores, 2000 [1970]: 1-2.
Se dice que a fuerza de ascesis algunos budistas alcanzan a ver un paisaje completo en un haba. Es lo que hubiesen deseado los primeros analistas del relato: ver todos los relatos del mundo (tantos como hay y ha habido) en una sola estructura: vamos a extraer de cada cuento un modelo, pensaban, y luego con todos esos modelos haremos una gran estructura narrativa que revertiremos (para su verificación) en cualquier relato: tarea agotadora (“Ciencia con paciencia. El suplicio es seguro”) y finalmente indeseable, pues en ella el texto pierde su diferencia. […]
Por lo tanto, hay que elegir: o bien colocar todos los textos en un vaivén demostrativo, equipararlos bajo la mirada de la ciencia in-diferente, obligarlos a reunirse inductivamente con la copia de la que inmediatamente se los hará derivar, o bien devolver a cada texto no su individualidad, sino su juego, recogerlo –aun antes de hablar de él- en el paradigma infinito de la diferencia, someterlo de entrada a una tipología fundadora, a una evaluación. ¿Cómo plantear pues el valor de un texto? ¿Cómo fundar una primera tipología de los textos? La evaluación fundadora de todos los textos no puede provenir de la ciencia, pues la ciencia no evalúa; ni de la ideología, pues el valor ideológico de un texto (moral, estético, político, alético) es un valor de representación, no de producción (la ideología no trabaja, “refleja”). Nuestra evaluación sólo puede estar ligada a una práctica, y esta práctica es la de la escritura. […]
¿Por qué es lo escribible nuestro valor? Porque lo que está en juego en el trabajo literario (en la literatura como trabajo) es hacer del lector no ya un consumidor, sino un productor del texto. Nuestra literatura está marcada por el despiadado divorcio que la institución literaria mantiene entre el fabricante y el usuario del texto, su propietario y su cliente, su autor y su lector. Este lector está sumergido en una especie de ocio, de intransitividad, y, ¿por qué no decirlo?, de seriedad : en lugar de jugar él mismo, de acceder plenamente al encantamiento del significante, a la voluptuosidad de la escritura, no le queda más que la pobre libertad de recibir o rechazar el texto: la lectura no es más que un referéndum. Por lo tanto, frente al texto escribible se establece su contravalor, su valor negativo, reactivo: lo que puede ser leído pero no escrito: lo legible. Llamaremos clásico a todo texto legible.
La retórica clásica, cuya interrogación no está aún cerrada, notaba en el empleo de las figuras, es decir en un lenguaje que se desdobla para cercar un espacio y destacar su distancia, uno de los rasgos específicos de la función que hoy llamamos literaria. La literariedad de la literatura estaría así oscuramente ligada a ese espacio interior donde se enturbia, y por eso mismo se revela, la literariedad del lenguaje, a ese sutil intervalo variable, a veces imperceptible, pero siempre activo, que se introduce entre una forma y un sentido, abriéndose a otro que convoca sin nombrarlo. Pero la literatura toda -letras, líneas, páginas, volúmenes- ¿acaso no dibuja como una inmensa figura siempre perfecta, jamás acabada, cuyo texto inmediato hablaría, interrogativamente, de una significación más distante-más que distante-y sólo ofrece para descifrar, como una huella en el suelo, la evidencia de su retracción?

Beatriz Sarlo. “Literatura e Historia”. Boletín de Historia Social Europea, nº 3. La Plata, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, 1991: 25 a 36.

Los saberes con los que se construyen los textos literarios hablan de la sociedad de un modo que no puede ser directamente traducido en términos de contenido: indican cuáles son los tópicos del imaginario colectivo. La literatura ofrece mucho más que una directa representación del mundo social. Ofrece modalidades según las cuales una cultura percibe esas relaciones, la posibilidad de afirmarlas aceptándolas o cambiándolas. La literatura puede ofrecer modelos según los cuáles una sociedad piensa sus conflictos, juzga las diferencias culturales, se coloca frente a su pasado o imagina su futuro.

Jacques Rancière, Política de la literatura. Paris, Galilée, 2007: 12 a 15.
“Literatura” no es un término transhistórico que designa el conjunto de las producciones de las artes del habla y la escritura. La palabra cobró muy tardíamente este sentido que hoy es común. En el espacio europeo, recién en el siglo XIX quedó atrás su anterior sentido de saber de letrados, pasando a designar al arte mismo de escribir. El libro de Madame de Staël, De la littérature considérée dans ses rapports avec les institutions sociales, publicado en 1800, está a menudo considerado como el manifiesto de este nuevo uso. Sin embargo, muchos críticos hicieron como si se tratara meramente de un cambio de nombre: se dedicaron entonces a establecer un vínculo entre acontecimientos y corrientes políticas históricamente definidas, y un concepto intemporal de literatura. Otros buscaron tener en cuenta la historicidad del concepto de literatura. Pero en general, lo hicieron en el marco del paradigma modernista. Éste determina a la modernidad artística como la ruptura de cada arte con el sometimiento a la representación, que lo había convertido en el medio de expresión de un referente externo, y su concentración en una materialidad propia. La modernidad literaria fue así definida como la disposición de un uso intransitivo opuesto a su uso comunicativo. (...)
Este [paradigma modernista de las artes] busca fundar la autonomía de éstas en su propia materialidad, obligando a reivindicar una especificidad material del lenguaje literario. Ahora bien, ésta resulta inhallable. La función comunicativa y la función poética del lenguaje no dejan de entrelazarse, tanto en la comunicación ordinaria, repleta de tropos, como en la práctica poética que sabe desviar para su provecho enunciados perfectamente transparentes.
(...)La frase de Rimbaud [“¿Qué alma hay sin defectos?”, ] no tiene que ver con un uso propio, anticomunicativo, del lenguaje. Se define por un vínculo nuevo entre lo propio y lo impropio, lo prosaico y lo poético. La especificidad histórica de la literatura no radica en un estado o un uso específico del lenguaje. Depende de un nuevo balanceo de sus poderes, de un nuevo modo que se convierte en acto al dar a ver y a oír. La literatura, en suma, es un régimen nuevo de identificación del arte de escribir. Un régimen de identificación de un arte es un sistema de relaciones entre prácticas, formas de visibilidad de dichas prácticas, y modos de inteligibilidad. Es un nuevo modo de intervenir en el reparto de lo sensible que define al mundo en que vivimos: el modo en que éste se hace visible para nosotros, y en que lo visible se deja decir, y las capacidades e incapacidades que se manifiestan a través de esto. Es a partir de esto que puede pensarse la política de la literatura “como tal”, su modo de intervención en el recorte de los objetos que conforman un mundo común, de los sujetos que lo habitan y de los poderes que éstos tienen para verlo, nombrarlo y actuar sobre él. (p. 15)

Foucault, Michel, “Prefacio” a Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI, 1968.
Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento-al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía-, trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro. Este texto cita “cierta enciclopedia china” donde está escrito que “los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”.
En el asombro de esta taxinomia, lo que se ve de golpe, lo que por medio del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto.
[…] No son los animales “fabulosos” los que son imposibles ya que están designados como tales, sino la escasa distancia en que están yuxtapuestos a los perros sueltos o a aquellos que de lejos parecen moscas. Lo que viola cualquier imaginación, cualquier pensamiento posible, es simplemente la serie alfabética (a, b, c, d) que liga con todas las demás a cada una de estas categorías. (pp.1-2)
Este texto de Borges me ha hecho reír durante mucho tiempo, no sin un malestar cierto y difícil de vencer. Quizás porque entre sus surcos nació la sospecha de que hay un desorden peor que el de lo incongruente y el acercamiento de lo que no se conviene; sería el desorden que hace centellear los fragmentos de un gran número de posibles órdenes en la dimensión, sin ley ni geometría, de lo heteróclito; y es necesario entender este término lo más cerca de su etimología: las cosas están ahí “acostadas”, “puestas “, “dispuestas” en sitios a tal punto diferentes que es imposible encontrarles un lugar de acogimiento, definir más allá de unas y de otras un lugar común. Las utopías consuelan: pues si no tienen un lugar real, se desarrollan en un espacio maravilloso y liso […]. Las heterotopías inquietan, sin duda porque minan secretamente el lenguaje , porque impiden nombrar esto y aquello, porque rompen los nombres comunes o los enmarañan, porque arruinan de antemano la “sintaxis” y no sólo la que construye las frases-aquella menos evidente que hace “mantenerse juntas” (unas al otro lado o frente de otras) a las palabras y a las cosas. Por ello las utopías permiten las fábulas y los discursos: se encuentran en el filo recto del lenguaje, en la dimensión fundamental de la fabula; las heterotopías (como las que con tanta frecuencia se encuentran en Borges) secan el propósito, detienen las palabras en sí mismas, desafían, desde su raíz, toda posibilidad de gramática; desatan los mitos y envuelven en esterilidad el lirismo de las frases. (p.3)